¡Ayer me sentí yo feliz, extraordinariamente feliz, como no es posible serlo más! ¡Con que por lo menos una vez en la vida usted, tan terca, me ha hecho caso! ¡Al despertarme, ya oscurecido, a eso de las ocho (ya sabe usted, amiga mía, que, terminando mi trabajo en la oficina, de vuelta a casa, me gusta echar una siestecita de una o dos horas), encendí la luz, y ya había colocado bien mis papeles y sólo me faltaba aguzar mi pluma, cuando, de pronto, se me ocurre alzar la vista, y he aquí que¿, lo que le digo, que me empieza a dar saltos el corazón! ¡Ya habrá usted adivinado lo que ocurría! Pues que un piquito del visillo de su ventana estaba levantado y prendido en una maceta de balsamina, exactamente como yo otras veces hube de indicarle. Así que me pareció como si contemplara su adorado rostro asomado un instante a la ventana y que también usted me miraba desde su gabinetito, que usted también pensaba en mí. Y ¡cuánta pena me dio, palomita mía, el no poder distinguir bien su encantador semblante! ¡Hubo un tiempo en que también yo tenía buena vista, hija mía! ¡Los años no proporcionan ningún contento, amor mío! ¡Ahora suele ocurrirme que me baila todo delante de los ojos! En cuanto escribo un ratito, ya amanezco al día siguiente con los ojos ribeteados y lacrimosos, hasta el punto de darme vergüenza que me vea nadie. Pero en espíritu veía yo muy bien, hija mía, su amable y afectuosa sonrisa, y en mi corazón experimentaba sensación idéntica que en aquel tiempo, cuando la besé aquella vez, Várinka. ¿Lo recuerda usted aún, mi ángel? ¿Sabe usted, palomita mía, que me parece verla en este instante amenazándome con el dedo? ¿Será verdad, mala? La primera vez que vuelva a escribirme, me lo ha de decir sin remisión y con detalles.
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