A principios de los noventa, el surgimiento de nuevas realidades y paradigmas condicionaron e interpelaron la identidad y orientación de las instituciones de educación superior. En ese marco, se ensayaron una serie de transformaciones inscritas en la agenda de agencias internacionales, tendientes a redefinir la relación entre universidades, Estado y la sociedad, y donde la evaluación se constituyó en una herramienta eficaz para cumplir aquellos objetivos. Es en ese contexto que en Bolivia, en el campo de la educación superior, se incorporó una serie de recetas ya empleadas en la región. Sin embargo, más de dos décadas después, la evaluación parece devenir en una mera ritualización de legitimidad, la cultura organizacional universitaria pareció resultar insensible incluso a los discursos neoliberales de moda; la evaluación entonces se transforma en el espejo que muestra una armonía ficticia y artificialmente creada a su servicio.