Edgar Iván Hernández es el poeta trashumante por excelencia, el poeta tempestivo, el que desafió la gravedad de la locura y volvió a la tierra sano y salvo, el poeta de las mutaciones y de la desmesura. La ciudad cruza su poesía de norte a sur, y su poesía cruza la ciudad de este a oeste. La ciudad está tatuada al pecho del poeta, y en sus venas desfilan manantiales de sangre, paraísos artificiales, luces parpadeantes de neón, poros como abismos, túneles y ¿Prometeo vencedor- la luz de las cosas simples e importantes: la sonrisa de una hija, el amor asimilado, la mutación increíble. La ciudad empieza dolorosa, sigue expectante y se descubre como fuente de felicidad. Es el signo de un poeta que vivió la guerra, pasó por la neblina insípida de la postguerra y descubre que, al final, sólo el amor puede devolverle lo fulgurante a un mar de cemento destinado al olvido de las urgencias. Edgar Iván Hernández supo llevar su poesía a nuevos estadios, a nuevos mundos temáticos que le inyectaron a su palabra mayor trascendencia, mayor combustión humana en el sentido Vallejeano del término. Así, la experiencia del desarreglo de los sentidos ha jugado un papel importante en su fábrica de versos
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