El fumar se convierte en un hábito que tiene su inicio en la adolescencia, una edad donde intervienen factores como el biológico, psicológico y social. El consumo a esa edad se identifica como una conducta de paso hacia el consumo de sustancias duras e ilegales (Becoña, 1999, citado en Martínez & Robles, 2001), y son estas las que finalmente someten al adolescente a condiciones de dependencia. De esta manera la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) centran su interés por reducir al máximo el consumo de tabaco en ésta población; esfuerzo que es motivado por las múltiples afecciones que este consumo causa a la salud física y mental del propio consumidor (Betancourt & Navarro, 2001; Roales, 2004). Para la OMS la mitad de las 57 millones de muertes que se dan cada año y los riesgos de enfermedades crónicas se deben a factores relacionados con el tabaco (OMS, 2005); sumado a estas condiciones de alarma, se encuentra que el 95% de los adolescentes que continúan fumando a la edad de los 20 años se convierten en fumadores regulares y aproximadamente el 64% de los estudiantes que frecuentan la escuela ya experimentaron el cigarrillo.