En el exilio neoyorkino coincidieron Volkov y Brodsky, y durante veinte años conversaron como los típicos emigrados que se encuentran en país ajeno: una mezcla de nostalgia, chismes sobreentendidos y private jokes. En el departamento de Brodsky en el Greenwich Village, entre botellas de vodka, fotos, recuerdos y visitas intempestivas se desplegó la elocuencia de un poeta que devolvió a la tradición rusa el diálogo con Occidente. De Komárovo al Village fluyeron esos recuerdos que constituyen la verdadera dimensión del alma de un poeta. Eso y más hay en estas páginas. (Ernesto Hernández Busto)
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