Si esta novela fuera un esqueleto, Martí sería la espina dorsal, los independentistas cubanos y catalanes formarían las extremidades, y el resto de los personajes servirían de costillas. No tendría cabeza. Pero si esta novela fuera un cuerpo, los músculos serían el nacionalismo, el racismo y todos esos ismos necesarios para inventar un pasado que justifique el futuro, eludiendo el presente. La sangre sería la intolerancia y el corazón la «pedagogía del odio»; ese sistema de reclutamiento a largo plazo, que mina la tolerancia, hasta que ese pequeño grupo de personas intolerantes puede influir de manera desproporcionada sobre ese gran grupo de personas tolerantes. Un corazón que bombea con extrema asimetría y pone en juego su alma en ello. La piel sería la historia; siempre determinada por la relación del hombre con la propiedad. El cerebro sería el suyo y el alma... la guerra. La historia se repite, es como una espiral que se pasea entre la calma y el terror porque los hechos, que narra la historia, son el escenario donde interactúan los hombres para defender o conquistar sus relaciones con la propiedad. Un escritor atrapado en el limbo por fantasmas del pasado. Un compañero de viaje muerto. La búsqueda involuntaria de la identidad y de la verdad. Novelas que se atraviesan. Vidas que se truncan. La inmortalidad. La inmortalidad que no está en quien muere, sino en quien recuerda. La inmortalidad, que es un abrazo mortal indisolublemente ligado a la muerte. La verdad imposible. La identidad recreada.
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