Conocí al maestro Rodrigo Riera en mis días de estudiante, en ocasión de los primeros Concursos Internacionales de Guitarra Alirio Díaz, en los que el maestro solía formar parte del jurado. La primera impresión era de curiosidad, porque a su peculiar fisonomía se sobreponía una muy llamativa personalidad, de simpatía evidente y que se expresaba en su sonrisa. Lo veo todavía con su paso basculante, señalando hacia arriba con el índice de una mano derecha, como un extraño San Juan Bautista, y sosteniendo unos libros en la otra. Más que el respeto que inspiraba su talento casi legendario, todos lo admiraban con sinceridad, con sentimientos distintos a los que despertaban Alirio Díaz o Antonio Lauro, quienes paseaban sus nombres inalcanzables por el mundo entero. Centro de cada reunión en la que estuviera, capaz de acompañar todo canto y de improvisar con virtuosismo sorprendente. Lo llamaban espontáneamente "el maestro Chueco Riera", exorcizando un tema complicado, sin hipocresía y sin eufemismos, porque decía mucho de conquistas no parangonables con las de ningún otro. (Extracto de las palabras introductorias del autor, versión a color)
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