El episodio con el que arrancó este libro es el mismo, idéntico, que el que le sucedió hace un montón de años a Marcel Proust, cuando al llevarse a la boca un pedacito de magdalena impregnada en té volvió a sentir algo olvidado: una textura, un sabor y un olor que lo transportaron a su infancia feliz. Y se puso a escribir una novela que titularía En busca del tiempo perdido. Los Sabores colombianos no arrancaron con una magdalena desmenuzada en una taza de té, sino con un simple jugo de melocotón: al primer trago el autor se sintió transportado a su infancia, a muchos kilómetros y muchos año del momento en el que estaba bebiéndose ese jugo. Escribió las primeras notas en un posavasos de cartulina y, tras desarrollar el primer relato, decidió continuar con esa recuperación de la memoria gustativa y olfativa de su infancia en Colombia. No iba a ser un libro de cocina, sino un libro sobre comida, y también sobre imágenes, todas las imágenes encerradas en los álbumes de fotos y en los papeles conservados por su familia: sería una álbum de sabores y de olores; unas memorias gastronómicas de su infancia feliz. Hay relatos colombianos y también algunos españoles. Hay recetas colombianas y también algunas españolas (incluso una marroquí). El corazón del autor está repartido entre esos países. Y sobre todo hay una invitación: la invitación a recordar, a gozar del ejercicio de recuperación de los años infantiles y del mundo de sabores que disfrutamos siendo niños.
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