Las islas siempre fueron consideradas lugares mágicos, que surgían en el horizonte cuando los navegantes ya habían perdido la esperanza de sobrevivir. Han sido emblemas del exotismo natural que caracteriza a las figuraciones de los paraísos terrenales. Son sitios aislados por el mar, sujetos a él, en armonía total con la naturaleza. El mar, que es la cuna de la vida, les ha otorgado a las ínsulas sus mejores galas y son como afloramientos del espíritu de los océanos. Basta llegar a ellas para que el hombre sienta en todo su cuerpo la energía que transmiten. Y entre las islas, las del trópico son como la primera clase de la nave de la vida, porque ellas son, además, luz y color. Así me sentí en mi expedición a la Isla de Trinidad, la ínsula más grande del archipiélago de Trinidad & Tobago. Fue una excursión a la selva de esta isla ubicada en el extremo sur del arco de las Antillas, al límite sureste del mar Caribe, frente al delta del río Orinoco y al norte de Venezuela. Se trata de un paraíso singular de la fauna orinoqueña, donde te puedes encontrar arañas, serpientes, guacamayos, tacones, colibríes, danzas, ocultes, venados, jaguares, yacarés, perezosos,manatíes, entre otros.
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