Santa Mónica vivió hace más de dieciséis siglos, pero sufrió los mismos problemas que aquejan a tantas madres hoy en día: la enemistad de una suegra, un matrimonio difícil, la murmuración de los envidiosos y, sobre todo, la angustia de ver cómo su hijo Agustín se alejaba de Dios y desperdiciaba su vida. Ante tantas dificultades, que superaban sus fuerzas, la reacción de Mónica fue poner la otra mejilla y acudir al Señor, porque sabía que era el único que no la defraudaría. Nunca dejó de pedir por la conversión de su marido y su suegra, que eran paganos, y Dios escuchó su plegaria. La conversión de Agustín fue más difícil. Le gustaban los placeres mundanos, tuvo un hijo sin casarse, se hizo de la secta maniquea e incluso engañó a su madre para marcharse a Roma. Sin embargo, pocas cosas más poderosas hay en el mundo que las lágrimas de una madre derramadas ante Dios. Su hijo llegó a ser obispo, santo y doctor de la Iglesia, y Santa Mónica sigue siendo para nosotros un modelo de madre y esposa cristiana.
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