Padre mío: ya hace muchos días, muchos, que no me hablas, que no me miras; el pasado se aleja de mí sin piedad, y mientras el polvo húmedo y frío de la tierra se lleva poco a poco tus humanos restos, mi vida se desliza a través de sus contadas horas buscando sin cesar el olvido, y hallando solamente el recuerdo; sí: imposible separarme de ti, imposible romper el lazo misterioso de nuestros seres que, identificados en pensamientos y en pasiones, vivían unidos por el más puro de todos los amores; tu voz no vibra ya en la terrena atmósfera, y sin embargo, allá, en las profundidades de mi cerebro, residen las ondulaciones de sus ecos; tus palabras se abren paso a través de mis ideas, y la frase que brota de mis labios es la misma que pronunciaban los tuyos, repetida por mí con el afán de escucharte en mis palabras: tus ojos ya no irradian en las diáfanas olas de la luz mundanal, y sin embargo, tu mirada, con todos aquellos hermosísimos encantos con que la hacía brillar tu noble condición, va fija y grabada en mi pupila, y vive y resplandece en el fondo del pensamiento, como si en él hubiera quedado imborrable la imagen de tus ojos; y cuando, viviendo en tu recuerdo y alegrándome con tu presencia, que tan real me parece, desciende la imaginación a los confines de la tierra, la sonrisa que sentía en mi alma al verte y al oírte se trueca en contracción de espanto y de dolor, al considerar que estamos separados por la eternidad, y que entre nosotros se amontona la podredumbre de un sepulcro y el incansable rodar de los tiempos¿
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