El presidente Thomas Woodrow Wilson se sintió movido por la convicción de que era el portador de una misión que Dios le había encomendado para salvar a la humanidad del conflicto bélico. Sucedió en él como en la conciencia turbada del profeta Elías. Huyendo de la furia de Ajab, desesperó de su causa, ¡y no fue el único que luchó por la salvación de su pueblo y por el honor de Dios! Y ahora, en la agitación de su alma, se le advierte que Dios pasará de largo: En el viento impetuoso que se desata de repente, imagen de las tormentas que trastornan a la humanidad, Elías no encuentra a Dios; en el terremoto que sacude los cimientos de la montaña, Dios no aparece; en el fuego devorador, que destruye todo a su paso, ninguna presencia divina; pero aquí hay un soplo suave y sutil, que apenas hace caso a esta inspiración de dulzura, y Dios está allí, y con él, la calma y la paz devueltas. Cuando Elías se ha recuperado, se entera, oh sorpresa, de que siete mil de su pueblo no han doblado la rodilla ante Baal, están con él y trabajarán con él en la santa causa de Dios.
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