Las grandes epopeyas han muerto y ya nadie sueña con ser protagonista de alguna de ellas. No menos ocurrió con las revoluciones y los grandes cambios. Las dictaduras fueron desapareciendo y tal vez para equilibrar la balanza, las democracias se convierten en dictaduras, pero legales en las que la condena por la mala educación o levantar la voz, puede llegar a represiones violentas insospechadas. La autonomía del individuo, la verdadera medida de la libertad, prácticamente ha desaparecido. Las palabras se han convertido en trucos de los saltimbanquis que deciden nuestros destinos. La verdad se escamotea ocultándola hábilmente detrás de una opinión o un testimonio que cualquier tonto puede tener. Sin embargo, siempre hay emergentes. En este caso es Ernesto quien vive en el Norte, en un mundo feliz, hipnotizado por el bienestar, como un sonámbulo ente otros sonámbulos. Aunque él también podría vivir feliz, esto no lo quiere reconocer y menos aceptar. Consciente de que todos podemos ser noticia por unos minutos, se lanza a una epopeya que, además de revelarle la verdad y ser su descubridor, lo ponga en pedestal por unas horas o, hasta, quien sabe, lo haga inmortal. Para esta se arma casi como un caballero andante, o más bien como un sacerdote que va a recibir las ordenes. Se encierra en su casa para hacer el balance de su vida en materia de salud, de sus triunfos y caídas, para purificarse de sus pecados carnales y enfrentar al enemigo que, para comerlo mejor, lo espera con un café y con los brazos abiertos. ¿Triunfa? En un momento dado lo vemos corriendo por la calle como un loco, pero se calma pensando en que nadie lo va a descubrir en un manicomio en el que ya todos están y creen que el loco es el otro como él de los demás. Desgraciadamente, los demonios se han desatado y quedan algunos sensatos, entre ellos un agente de la Policía Montada a quien equilibran las leyes que aprendió a aplicar: Ernesto es el candidato.
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