Tiempo de posguerra. A la aldea ha llegado una niña con su perro. No mendiga, no suplica, no habla; solamente brujulea de un lado a otro, procurando sobrevivir. Se instala en las afueras, junto al arroyo, donde ha montado un chamizo de tablas sueltas en el que se protege de los fríos extremos del invierno. Y desde ahí contempla a la sociedad asustada que ha surgido de una guerra fratricida; pero no la juzga: solamente la contempla. Aunque todos saben que está entre ellos, aunque la ven ir y venir en busca de algo de alimento que sostenga su esqueleto, la ignoran como si no existiera. Son malos años. Años de hambre, de lutos, de carencias, de tristeza. A nadie le queda corazón para más sufrimiento, y todos siguen adelante centrándose en su propio dolor. Todos, excepto Lola, la prostituta del pueblo, quien tal vez ve en esta niña un espacio para su propia redención o quién sabe si la encarnación de la inocencia en un orden descuartizado por el odio y la muerte. Y Lola la acoge en su casa, mostrando a unos que la misericordia todavía tiene un espacio en el que celebrarse, y en otros el escándalo de que sea una prostituta quien con su acto afee al conjunto de la sociedad que ignoren el sufrimiento ajeno y su egoísmo. Una historia de amor puro, duro y sin contemplaciones, que brilla con luz propia en los años más tenebrosos.
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