En los juegos de estrategia, también en ciertos deportes, marcar los espacios vacíos se vuelve tan crucial como el uso y la traslación de los cuerpos desde un afuera hacia el centro. Hay escritores que han negado siempre la utilidad de los centros y han puesto en entredicho todo el camino andado, pues anulan unas perspectivas dadas desde que los dioses nos pusieron en el ojo del laberinto. La condición inclasificable de autores como Alcides Herrera nos coloca frente a una realidad que no podemos desmenuzar con herramientas de andar por casa. Sus libros, que por fin comenzaron a llegarnos, aunque sólo después de que muriera tan prematuramente, apuntan a ese mínimo espacio fugitivo donde cohabitan Arthur Rimbaud, Issidore Ducasse, Arthur Cravan, Elise Cowen, Raúl Gómez Jatín, Arístides Fernández, Pedro Casariego, Breece D'J Pancake, Henry Darger, Raúl Hernández Novás y Guillermo Rosales. Creyendo que (casi) todo en él era juego, volutas del que deambula, no supimos ver de qué fibra tan natural estaba hecha su fidelidad a la escritura, hasta el punto de resistir y desafiar los momentos y estadios más precarios de una vida en los márgenes.
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