Con Viejos minerales, Luis Fernández Roces, autor de alguna novela y libros de relatos, hace su primera aparición pública en el mundo de la poesía, que parece ser entendida por el escritor como una aproximación a la realidad, no desde la cultura, sino desde la experiencia. En este libro, que de alguna manera se asienta en la tradición, los elementos formales tienen una importancia decisiva, pero no como ropaje ornamental, sino al servicio de un pensamiento que, más que una simple traducción de palabras, aspira a ser generado desde el azar poético que las une. Estas historias del mar y de la mina, como episodios traducidos a otra realidad interior, podrían ser consideradas como un canto unitario, con la soledad como elemento común que recorre todos los poemas, todas estas historias vecinas, cuyas criaturas protagonistas, en el escenario del tiempo, guardan ante el destino ese profundo sentimiento, como los mares y la tierra, en palabras de Rilke, guardan sus misterios. Soledad y misterio, y tiempo, constituyen el paisaje interior de Viejos minerales, contado, casi pintado, desde la emoción del instante, y con un lirismo contenido que aspira, tomando palabras de Gil-Abert, a conmover desde la modestia.
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