Hay momentos en la historia en los que el mundo, confiado en el aparente orden de las cosas, avanza con pasos firmes hacia el abismo. La crisis financiera de 2007-2008 no fue un terremoto inesperado ni un cataclismo imprevisible. Fue el desenlace de una cadena de decisiones, de ambiciones desmedidas y de una fe ciega en un sistema que, bajo su fachada brillante, albergaba grietas profundas. Mientras las calles bullían con la actividad cotidiana y millones de personas soñaban con casas, negocios y futuros seguros, en los edificios de vidrio y acero de las grandes instituciones financieras, se gestaban mecanismos que, lejos de crear riqueza para todos, construían castillos de naipes sobre arenas movedizas.
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