En una de esas tranquilas y apacibles tardes de primavera, tan bellísimas bajo el templado clima de Asturias, dos personas de diferente sexo, pero ambas jóvenes y hermosas, se encontraban en una sala octógona del castillo real de Pravia; tres enormes ventanas, abiertas de par en par, daban luz al aposento, que ostentaba por todo mueblaje algunos sitiales góticos, mezclados con taburetes groseros y oscuros, y una mesa bastante baja y cubierta de un tapete de lana roja, en el cual estaban bordadas en seda las armas reales de los reyes de Asturias y Galicia.
Las paredes, de maciza encina, veíanse decoradas con estandartes godos que formaban trofeos, confundidos y enlazados con alfanjes damasquinos, capacetes árabes y banderas desgarradas de los hijos de Islam: aquellos objetos habían sido arrancados sin duda a los árabes por los reyes montañeses que, desde Pelayo, habían vivido en aquel rincón de Asturias con los destrozados restos del imperio godo.
Las paredes, de maciza encina, veíanse decoradas con estandartes godos que formaban trofeos, confundidos y enlazados con alfanjes damasquinos, capacetes árabes y banderas desgarradas de los hijos de Islam: aquellos objetos habían sido arrancados sin duda a los árabes por los reyes montañeses que, desde Pelayo, habían vivido en aquel rincón de Asturias con los destrozados restos del imperio godo.