El improvisado cuartel era un sencillo conjunto de kioscos, construido al estilo maloca indígena, y habitado por una compañía de infantería del batallón de Selva N° 49, que cumplía misiones antinarcóticos, sin los criterios tácticos y técnicos inherentes a una fortificación militar.
Su precaria protección estaba constituida por una línea perimétrica de rudimentarias trincheras construidas con madera y tierra. Esta realidad, refleja el olvido de los sucesivos gobiernos colombianos, por el bienestar y dotación bélica de los de héroes inéditos, que defienden hasta con sus vidas, la soberanía, la integridad y la institucionalidad del país. Y, que además son la única representación estatal, donde los demás ministerios y agencias oficiales brillan por su ausencia.
Igual que sucede con toda crisis, el demoledor asalto a la base militar de Las Delicias sacó a flote graves realidades. Olvidado en medio de la manigua amazónica, este puesto militar carecía de refugios construidos en concreto reforzado, túneles de protección, enmallados exteriores, reflectores, y de un plan de barreras consistente.
En este caso concreto, origen humilde y escasos recursos económicos, es el común denominador entre los 28 militares muertos y los 60 secuestrados en Las Delicias. Allí no pereció ningún hijo de familias de estratos cuatro, cinco o seis.
Tampoco, perecieron, ni fueron heridos, ni cayeron secuestrados, familiares de los sabihondos estrategas de escritorio; ni de los improductivos negociadores de paz, ni de los congresistas, ni de los diputados, ni de los gobernadores, ni de los ministros, ni de los embajadores, ni de los directores de institutos, ni de los columnistas de opinión, que saben más de la guerra, que los mismos militares, que la padecen para subsanar los errores políticos de ellos.
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