Nuestros grandes episodios, nuestros diamantes militares y cívicos han llegado a parecernos tan naturales como si hubiesen sido sucesos cotidianos. A veces pienso en la veneración profunda y exaltada que en Argentina profesan a sus prohombres, entre ellos el señor Sarmiento, personaje que jamás podría compararse con Vicuña Mackenna como escritor y tribuno ni con Barros Arana como historiador y educador.
¡A qué altura no habrían encumbrado a estos dos compatriotas de haber nacido allende la Cordillera! De igual modo, un Portales argentino o brasileño sería considerado un superhombre, y qué decir de un Montt, un Prat o un Balmaceda. Otros pueblos agigantan a sus próceres; el nuestro tiende a reducir a los suyos con ligereza inconcebible, o a olvidarlos, como si le incomodasen.
Concretándonos a los fastos bélicos, vemos que a ninguna nación americana han respondido mejor su Marina y su Ejército cuando la patria estaba en peligro. Tradición rectilínea en un pueblo no militarista y que invariablemente se batió en condiciones de inferioridad numérica y económica. Hasta sus derrotas son electrizantes y decisivas: Rancagua, Tarapacá, Iquique, La Concepción.
Y algunas de las victorias pertenecen a la categoría de las llamadas imposibles, como la toma de los castillos de Valdivia y la captura de la Esmeralda, el ataque a Panamá por la Rosa de los Andes y la travesía del Istmo hasta el Atlántico con uno de sus botes llevado en hombros; la captura del Aquiles en la isla Guam, Micronesia, y la triple captura en el Callao, sin gasto de pólvora, ejecutadas por Ángulo; el combate del Pan de Azúcar de Yungay, la destrucción de un blindado por una goleta de madera en Punta Gruesa, el desembarco en Pisagua, la batalla en el arenal de Tacna y la toma del Morro de Arica.
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