Viajar a Benín es descubrir los hermosos paisajes de lagunas de la costa, deslizarse sobre las aguas mezcladas del río y el mar, rodeadas de una vegetación exuberante, y pasear por los pueblos de los alrededores, que protegen innumerables ídolos. Es aquí, en el sur, donde podemos acercarnos al vudú, este misterioso culto tan poderoso que ha sido capaz de atravesar el Atlántico. En Abomey, antigua ciudad real, hay que visitar los palacios descalzos para capturar el aura del rey que se fue y no molestar a los antepasados. Benín es también ese país de relieve montañoso en el norte, donde el agua se precipita sobre rocas planas y donde se pueden observar antílopes, elefantes y, se dice, leones. La visita a los parques nacionales es, por tanto, una aventura que no sabemos lo que nos deparará, salvo el espectáculo de los paisajes más secos que anuncian la proximidad del Sahel. En esta región donde las mujeres fulani asombran a todo el mundo con su estética colorista y refinada, donde los pastores, vestidos de azul eléctrico, llevan una bolsa blanca de Chanel, donde los bariba organizan todavía suntuosos desfiles ecuestres... Al dirigirnos hacia Burkina Faso, en la región de Atakora, que ha permanecido aislada durante largo tiempo, se tiene la impresión de descubrir pueblos todavía vírgenes en los que el turismo es algo casi desconocido. Ahí, como en otros lugares, será recibido de manera simple y calurosa. Y, por supuesto, en Cotonú, el ritmo de la vida es todo menos pacífico. Sin embargo, siempre es posible encontrar una zona tranquila al doblar una esquina o en la terraza de un bar, para poder charlar tranquilamente o participar en un animado debate. Así es la vida en Benín, un pequeño paraíso para quien sepa dedicarle el tiempo suficiente para interesarse por sus múltiples facetas.
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