«Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito ... para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 16.17). Solo Cristo nos da acceso al mundo real, el mundo que subsiste en el amor creador y redentor de Dios. Así, el seguimiento de Cristo pobre, virgen y obediente al Padre nos otorga la gracia de trazar con Él todo el arco de la misión: ir al mundo y estar presentes en él manifestando el amor del Padre, pero también reconducir y ofrecer al Padre, en el Espíritu de los hijos, todas las dimensiones de la creación vividas en su plenitud.
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