Dos aficionados impenitentes, con unos treinta años de diferencia entre ellos y que en un tiempo frecuentaron el Hipódromo La Rinconada de la ciudad de Caracas, tejieron una relación extraña pero no menos entrañable en medio de la cual el mayor le contó al más joven el país que vio pasar desde la Tribuna B de aquel coso señorial, relatos aquellos donde las gestas de la hípica nacional coincidían con momentos trascendentales de la historia contemporánea de Venezuela y del Caribe. "Ese día -decía el más joven evocando el primer encuentro- presentí que aquel compañero de ruta y de frustraciones sin remedio -el sino de todo hípico que se precie- a partir de aquella tarde y siempre desde la misma silla en que se había sentado cada fin de semana durante los últimos treinta años me contaría la historia contemporánea del país que vio pasar desde aquel lugar privilegiado". En medio de un diálogo, el mayor decía con convicción: "La hípica es como el país; habla su lenguaje, repite sus símbolos. Venezuela es un país lúdico que cada semana juega su suerte a la pata de los caballos; que vive del cuento del que dice tener línea directa con la cuadra donde se aloja el potro que dejará a todos con los ojos claros y sin vista: país que recrea y alaba el arte de hacer creer al otro que uno está en el guiso; que se tiene el dato que otros ignoran, que se está dateado; que se tiene la información de la que solo unos pocos privilegiados disfrutan, valga decir, "los vivos" de siempre, tan venezolanos ellos". Este relato, el día más inesperado, terminó muchos años después en un café de Los Yoses, en San José, la capital de Tiquicia (Costa Rica), cuando aquel personaje anónimo por muchos años tuvo por fin cara e historia.
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