Aquel invierno a finales del siglo XIX, mientras el frío cubría las calles de Berlín, París y Londres, una sensación de invulnerabilidad recorría los grandes imperios de Europa. La tecnología, la ciencia, la industria... todo parecía al alcance de la humanidad, lista para ser dominada. Las máquinas rugían en las fábricas, el humo subía como un símbolo del progreso, y el mundo, o al menos las grandes capitales de Europa y América del Norte, estaban seguras de una cosa: el futuro sería brillante y próspero.
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