El siglo xx impuso una exigencia impostergable al pensamiento contemporáneo: cómo pensar la comunidad de tal manera que ésta no pueda ser usada para justificar actos de destrucción en el marco de la realización o instauración de determinados proyectos o ideales políticos, tal como ocurrió con los fascismos y los comunismos del siglo pasado. En estos casos, aunque de maneras y por razones distintas, se concibió a la comunidad como una entidad que debía, como una obra de sí misma, producir cierta esencia, idea o concepción del ser humano y, bajo este propósito, se justificaron eventos como el Holocausto, los campos de concentración y las purgas estalinistas, es decir, verdaderas obras de muerte y aniquilación. En esa medida, el recurso a cierta comunidad de los hombres operó como trasfondo y justificación en estos actos de muerte masiva y destrucción.
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