Edición exclusiva de la famosa obra de Zane Grey, nacido en Zanesville (Ohio), 1875. La ciudad había sido fundada a finales del siglo XVIII por un antepasado suyo, el coronel Ebenezer Zane. Allí oyó contar las hazañas de los pioneros irlandeses y se despertó en él un apasionado interés por lo referente a la colonización de Norteamérica. En plena Guerra de Secesión (1862), el presidente Lincoln aprobaba el proyecto de un ferrocarril que uniese el Atlántico con el Pacífico. Dos grandes compañías, con subvenciones del gobierno de Washington y sin entrar en territorio sudista, llevarían a cabo la colosal empresa. La Central Pacific partiría de San Francisco (California) y la Union Pacific lo haría desde Omaha (Nebraska). En California abundaban los inmigrantes orientales, y un gran número de chinos fueron contratados por su fama de mano de obra sufrida. Había que salvar el obstáculo de Sierra Nevada y cruzar las áridas altiplanicies, hasta llegar al Gran Lago Salado. La Union Pacific -que, aparte de las dificultades topográficas, tenía que hacer frente a los ataques de las tribus indias- empleó a los duros irlandeses. Unos y otros -irlandeses por el Este y chinos por el Oeste- hicieron posible, en muchos casos a costa de perder la vida, el tendido del ferrocarril transcontinental. En el capítulo XXXV, Zane Grey ofrece una breve crónica periodística acerca del trascendental acontecimiento de aquel día de 1869 en que llegaron hasta Promontory Point trenes especiales del Este y del Oeste. El gobernador de California y presidente de la sección occidental de la línea férrea, recibió al vicepresidente de los Estados Unidos y a los directores de Union Pacific. Los mormones de Utah acudieron en nutrido grupo, así como oficiales y soldados de uniforme. Los trabajadores irlandeses y afroamericanos del Este se mezclaban con los chinos y mexicanos del Oeste. Para fijar el raíl que establecería la unión, Nevada había enviado un roblón de plata y una traviesa de laurel; Arizona había regalado otro formado por una aleación de hierro, plata y oro; y el roblón que se colocaría al final, de oro macizo, era obsequio de California. Cuando remachasen ese último roblón, la tan esperada noticia, recibida en toda América gracias al telégrafo, encontraría eco en el tañido de la campana de la Libertad (Filadelfia) y en los cien cañonazos que se dispararían en Omaha, San Francisco y Nueva York. La conquista del Oeste la llevaron a cabo hombres de toda índole y condición. En aquellas oleadas humanas afloraban todos los sentimientos y pasiones, desde las más sublimes virtudes hasta los vicios más bajos. Una multitud en la que se mezclaban magnánimos exploradores con traficantes mezquinos; honrados y laboriosos colonos con vagos y desaprensivos forajidos; ciudadanos pacíficos con violentos pistoleros; el minero ingenuo con el zorruno tahúr; las pocas doncellas con las muchas prostitutas y los rudos cowboys con los huidizos cuatreros.
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