Era su nombre doña Mencía. Sobrina del conde de Cabra, se había criado en la casa de aquel ilustre prócer. Apasionadamente enamorada del gentil caballero don Jaime, venido de Aragón a ponerse al servicio del conde, y muy señalado ya por su habilidad y su brío en todos los ejercicios caballerescos, por sus notables proezas y, hasta por su talento y maestría en el gay saber, el conde no tuvo que oponer razón alguna contra la boda, y consintió en que don Jaime y doña Mencía se casasen, dando en dote a la doncella el dominio y la alcaidía del castillo de que voy hablando. Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, don Jaime acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y desconsoladoramente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo. Vistió severísimo luto, hizo una vida retirada, y en los veinte años que se siguieron hasta el día en que empieza esta historia, no salió del castillo sino para dar solitarios paseos.
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