Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa cruzando un gran pinar. Era invierno y hacía un frío terrible. La nieve caía espesa sobre la tierra y sobre los árboles; el hielo acumulado rompía las ramas más pequeñas y débiles, y cuando los leñadores llegaron al Torrente de la Montaña, vieron que éste colgaba inánime en el aire porque había recibido el beso del Rey de Hielo. Tanto frío hacía, que aun los animales, hasta los mismos pájaros, no sabían qué hacer. —¡Muh! —Gruñó el lobo saltando entre los matorrales con su cola entre las patas—. ¡Hace un tiempo perfectamente horrible! ¿Por qué no trata de reme-diarlo el gobierno? —¡Uit! ¡Uit! ¡Uit! —Gorjeaban los verdes colorines—; la an-ciana Tierra ha muerto, y le han puesto su mortaja blanca. —La Tierra se va a desposar, y éste es su traje de bodas —murmuraban las tórtolas entre sí. Tenían sus piececitos de rosa heridos por el hielo; pero sentían que era un deber el considerar la situación de un modo romántico. —¡Vamos! —Gruñó el lobo—. Les digo que toda la culpa la tiene el gobierno, y a quien no me crea me lo comeré. El lobo poseía un gran sentido práctico, y no le faltaban nunca argumentos sólidos.