Cada programa que se ven en la pantalla, en una habitación, mete en la habitación un ambiente, unos aires, una coloración. La televisión no solo es una ventana a través de la que se ve otro lugar, ni es solo una aparición; a través de ella sale de si misma hacia la habitación. No es solo un ojo con el que la casa mira cosas que están en otra parte, sino que es también un ojo a la manera de una estrella: un ojo que emana una luz específica y, con ella, una influencia. Cada programa se nos aparece, también, como un fantasma. Se manifiesta en la casa, el mismo lugar donde los espectros de los ancestros -o de los antiguos inquilinos, en esa otra familia que se conforma a través del tiempo por sucesivos ocupantes de un espacio, no emparentados entre ellos- se aparecen. La televisión embruja la casa. Encanta la casa. No solo permite ver lo remoto, como dice su nombre, sino que permite ver lo inaccesible: es la evidencia de la existencia de otro mundo. La televisión es una madre que no podemos abrazar, como Odiseo no puede abrazar a la suya cuando viaja al submundo.
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