Mark Twain crea una bella ficción en la que, por un exacto y casual parecido físico, un futuro rey conoce amargamente la situación desdichada de su pueblo, mientras que el hijo de una familia pobre y miserable vive la angustiosa estrechez del protocolo real. El marco histórico es el reino de Inglaterra del siglo XVI, y la figura del príncipe corresponde en la realidad a Eduardo VI. Hijo de Enrique VIII y de Juana Seymour, Eduardo VI reinó por un breve período, desde 1547 a 1553, año en que murió en Greenwich cuando solo contaba dieciséis años de edad. Había subido al trono siendo todavía un niño y le tocó uno de los momentos más dramáticos de la crisis económica y política del reino de Inglaterra y de Irlanda. Los conflictos religiosos derivados de la ruptura del rey con la Iglesia y de la penetración del protestantismo habían causado profundas e irreparables heridas a la nación. La propiedad rústica se había trastornado, produciéndose un desequilibrio social y financiero que debía alcanzar proporciones trágicas. Por otra parte, las rivalidades internas que se disputaban el poder, ante la natural inexperiencia de un niño de pocos años, incrementaron el desastre en que se sumiría la nación. El protector Somerset, tío de Eduardo VI, y el duque de Northumberland, el temible Dudley, no hicieron otra cosa que empeorar la complicada situación con sus luchas privadas que obedecían a sus secretas ambiciones. Principalmente, la miseria de las clases populares había llegado a un límite insostenible. Por esto, el reinado de Eduardo VI terminaría en medio de una indescriptible tensión dramática. Este es el fundamento auténtico de un cuadro social repleto de desigualdades e injusticias que Mark Twain sabe describir acertadamente y que sirve de base para el desarrollo de uno de sus argumentos más emotivos y electrizantes.
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