Los seres necesitamos una memoria para visualizar y aplicar lo somos. Sin recuerdos inmediatos ingresaríamos en un insondable abismo negro que todo se lo traga. Y aunque la historia siga escrita y encriptada en algún lugar de nuestras células, la incapacidad para recordarla nos convertiría irremediablemente en nada. La vida continúa cuando dos cirios a medio consumir trasladan su llama enriquecida a un cirio nuevo, donde seguirá encendida cuando los cirios viejos se hayan extinguido; y para mejorar sus posibilidades de sobrevivir a los vientos huracanados que deba enfrentar, los cirios viejos legan su experiencia y las habilidades adquiridas. Ese turbulento río de la memoria esboza una hipótesis que la ciencia dilucidará cuando logre decodificar el gigantesco volumen de información incluido en nuestras células, y sea posible recordar las experiencias de los antepasados como si fueran nuestras. Solo entonces sabremos con certeza de dónde venimos. Había una vez una historia de amor y de pasiones inconclusas es una obra circular, donde el narrador –que explora un estilo hipnótico y estimula la imaginación del lector para que cada uno lea un libro distinto– saca a flote lo mejor y lo peor de cada personaje de manera imparcial, sin justificarlo ni comprometerse con él. A la hora del chocolate con pandebono, El timonel extraviado y El último embajador del káiser, que se publicaron en febrero, junio y octubre de 2017, y El meteorito y las flores, en febrero de 2018 en esta misma editorial y que tuvieron excelente acogida, completan esta saga. Ese turbulento río de la memoria, cierra el círculo de esta obra que el autor empezó a bordar en su infancia, cuando el general Epaminondas Fonseca le enseñaba a jugar al Ajedrez.