Juan Miraya, vivía en el mismo muelle viejo de la playa Carbó, cercas del mar y pegado al arroyo de dónde obtenía el agua fresca. En lontananza estaban allá, verdosos, Los Cayos de Piedra a los que Juan tanto quería. Un paraíso únicamente roto a cada mañana o al atardecer, por una plaga de mosquitos y jejenes que, solo él y su hijo Jelengue podían resistir. Eran nubes de aquellos insectos que lo copaban todo.
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