Pero se acordó de los días antiguos, de Moisés y de su pueblo, diciendo: ¿Dónde está el que les hizo subir del mar con el pastor de su rebaño? ¿dónde el que puso en medio de él su santo espíritu, el que los guió por la diestra de Moisés con el brazo de su gloria; el que dividió las aguas delante de ellos, haciéndose así nombre perpetuo, el que los condujo por los abismos, como un caballo por el desierto, sin que tropezaran? El Espíritu del Señor los pastoreó, como a una bestia que desciende al valle; así pastoreaste a tu pueblo, para hacerte nombre glorioso. (vv. 11-14). Moisés no fue quien, por su propio poder, fue capaz de guiar a los hebreos para que pasaran entre las aguas divididas del Mar Rojo y para que cruzaran el desierto sin pistas, sino que simplemente fue como la vara, o como el cayado que el glorioso Espíritu utilizó para guiarlos visiblemente. Moisés era simplemente el instrumento humano: el Espíritu Santo era el agente eficiente y el pastor del rebaño.
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