Su respiración rasposa, como el asma de un viejo bandoneón, se detuvo al abrir el enigmático libro. Al principio parecía un juego porque murmuraba historias, pero enseguida fue un laberinto que gritaba misterios. Sus hojas en blanco lo confundieron con sus visiones. Su magia avanzaba, frenética, creando lugares que despierto jamás encontraría. El muchacho habló, pero su voz no provenía de su garganta. Eran sueños arcaicos, fantasías que le permitían vislumbrar un mundo vertiginoso que a cada instante ponían a prueba su vigilia y su cordura.