¿Existe acaso algo que guste más a los que aman que hablar del amor? Examinarlo, recordarlo minuciosamente, observarlo y analizarlo. Hacia el pasado: ¿qué dijimos?, ¿qué pensábamos?, ¿qué queríamos?, y hacia el futuro: ¿dónde estaremos?, ¿nos amaremos todavía? Hablar del amor y reconstruirlo, tras la muerte del amado, tras la pérdida, para que no se pierda ningún detalle, para convencernos de haberlo vivido, de estar viviéndolo, para que no se olvide ninguna palabra dicha, y para que toda esa ceremonia lo rescate y salve de entre todos los demás amores del mundo y de entre todas las demás palabras de amor, que son únicas y, aun así, siempre las mismas. En los correos electrónicos que se envían los amantes de esta arriesgada novela (a veces transmutada en ensayo, y que exige al lector una atención y una complicidad muy especiales), la seducción se mezcla con cierta suerte de telepatía y los hallazgos mutuos revelan un conocimiento antiguo del otro. Los amantes están separados por un océano gigantesco, que salva, a pesar de la grieta profunda que todo exilio abre, la intimidad del género epistolar, en el que dos voces casi inaudibles, dos voces escritas, se entienden por el movimiento de los labios, esa coloreada carne fronteriza no sólo entre el interior y el exterior de nuestro propio cuerpo, sino entre un cuerpo y otro, carne que tiembla de deseo y vocaliza el anhelo del reencuentro. «Todo en este libro», nos dice su autora, como respondiendo a una de las preguntas esenciales que late bajo el texto, «es epitafio». Una primera novela en la que los silencios significan tanto como los excesos de amor y lenguaje de los amantes que la «protagonizan»
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