Colombia es el tercer país con más población afrodescendiente en América, con cerca de 4,5 millones de individuos (dane, 2005), herederos de la cultura y de la historia iniciadas con la llegada de millones de africanos durante el período colonial, quienes fueron empleados en numerosos oficios, especialmente en el sector minero, agrícola y artesanal (Palacios, 1988; Colmenares, 1979; De Friedemann, 1993). Gracias a la movilización política de las poblaciones afrodescendientes, el Estado colombiano reconoció, a través de la Constitución Política de Colombia de 1991 y específicamente en la Ley 70 de 1993, el legado histórico y cultural de estas comunidades. Sin embargo, la arqueología se ha mantenido alejada y no ha constituido en sujeto de indagación la materialidad del pasado africano en Colombia (Mantilla, 2012, p. 83). Este es un hecho lamentable, pues si bien estudios etnológicos e históricos pueden ayudar a entender los procesos sociales, económicos y culturales que dieron origen y fundamento a las actuales poblaciones afrodescendientes, la arqueología, al mantener una mirada de largo alcance y al tratar con objetos que formaron parte de su vida diaria, puede revelar aspectos importantes de las transformaciones sociales de estos grupos producto de su continua interacción con la sociedad colonial y las comunidades indígenas por más de 500 años.
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