Los numerosos conversos portugueses que llegaban al Perú en los primeros decenios del siglo XVII huyendo de la Inquisición e intentando progresar en la vida, como Francisco de Acevedo, intentaban «arrimarse a poderosos». De esa forma, el riquísimo mercader Manuel Bautista Pérez, el «capitán grande», logró desarrollar un discreto mesianismo, la así llamada «conspiración grande», gracias a la llegada de conversos más «leídos». Su casa se transformó en un cenáculo en el que los principales colaboradores de esta suerte de oráculo se encargaban de consolidar de forma ritual las prácticas muy superficiales de sus colegas más receptivos o, en otras palabras, más necesitados. Esta especie de chantaje sicológico y socioeconómico suscitaba animadversión entre quienes no lograban tanto éxito en los negocios. De este modo explicaron Bautista Pérez y Diego de Ovalle las acusaciones de varios testigos presentados por el fiscal del Santo Oficio. Si el «capitán grande» resistió hasta morir en la hoguera del auto de fe de 1639, quizá fue por negarse a aceptar que su íntima convicción y la de sus compañeros representasen un peligro para la sociedad colonial, cuya cohesión se basaba en el catolicismo. Ovalle, agotado por el sufrimiento físico y sicológico, no pudo más que admitir su culpa en 1643 y resignarse a seguir practicando la restricción mental hasta el final de su vida.
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