José vivía en su mundo de perros y ladridos, y cada vez apetecía tomarla siempre de la misma manera: le levantaba la pollera hasta arriba de los muslos y la montaba por atrás. Había visto que así lo hacen los perros entre ellos y nunca hay disturbios ni conmociones del corazón; si lo hacían los perros, era santo. Y él lo repetía con su mujer, que tenía el delirio de hacerse pasar por otra, vaya uno a saber por qué, o bien tristemente era porque estaba por completo loca. La loba estaba en camino, la loba sería su mujer.
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