La brújula del presente texto marca un rumbo menos errático que preciso. Anuncia –cual arcángel apocalíptico y depresivo– un fin inesperado e impensable. Proclama que el rey está desnudo o, para despojarlo de metáforas, que la sexualidad ha muerto. La hipótesis de la autora es que la sexualidad, que nació en la adolescencia de la modernidad y lució sus mejores brillos entre los pesados pliegues de las vestimentas decimononas, comenzó a esfumarse a mediados del siglo XX por exceso de exposición. El SIDA fue uno, entre tantos, de los motivos de la disolución de la sexualidad. Coadyuvaron también los mismos acontecimientos que la crearon pero que -llevados a sus últimas consecuencias- terminaron por destruirla: el narcisismo, el hedonismo, la invención de la niñez, la desvaloración de la vejez, el invento de la moda, los nuevos hábitos higiénicos (o no higiénicos), la obsesión sexual en el discurso y las prácticas jurídicas y médicas, las iglesias, la familia, la educación, la medicina, la cárcel, la sexología.