"La precipitación y la superficialidad son las enfermedades crónicas del siglo" (Aleksandr Solzhenitsin). El espíritu superficial es la incapacidad de interioridad; ancla a la persona en lo exterior. El superficial solo percibe lo aparente, lo inmediato, pero se le escapa la esencia, que permanece inabordable para él; respecto de sí mismo, vive en la cáscara, volcado hacia afuera; por eso suele ser extrovertido y, como tal, comprador, simpático, atractivo. Pero se ignora a sí mismo, no se conoce a fondo, ignora sus verdaderas cualidades y sus defectos capitales. La persona que padece de superficialidad tampoco conoce verdaderamente a los demás, aunque crea tener de ellos ideas claras. De todo tiene una noción vaga y trivial. La superficialidad se manifiesta como inconstancia y volubilidad en la voluntad; como capricho en los afectos; como puerilidad en el humor; como debilidad en las resoluciones; frivolidad en el trato; y, a menudo, como sensualidad e incluso desenfreno. Se relacionan con este defecto la imprudencia, la mediocridad, la tibieza, la banalidad y la pereza. Es un grave obstáculo para la vida espiritual, incluso en el caso de los religiosos y consagrados.
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