Siempre he pensado que en esta, su primera novela de largo aliento, Gustavo encontró el tono y el estilo que le son inconfundibles: profético, cuestionador e hiperbólico. Desde su publicación hasta la de El bazar de los idiotas, en 1974, habían pasado solo dos años y ya Álvarez Gardeazábal había constituido un espacio vital donde los hombres se convulsionaban en medio de una crisis: la violencia. Pero, la violencia iba intrínsecamente ligada a un espacio: Tuluá, que en sus novelas adquiere la categoría de personaje colectivo, de memoria arquetípica que la mayoría de las veces se transmite por tradición oral. En La Tara del papa, propiamente dicha, crea un mundo escindido al cual contribuye el manejo del punto de vista. En una entrevista que le hice en los años ochenta, Álvarez Gardeazábal afirmaba que la novela está escrita en fragmentos porque el esfuerzo poético no duraba debido al agotamiento de la imagen; agregaba, además, que este fenómeno se generalizó desde el momento en que en la cultura irrumpieron la fotografía, el cine, la televisión. En ese mismo instante la poesía se volvió baladí. G.A.G. se olvida de que el estancamiento y la reiteración pueden conducir a un esfuerzo reinterpretativo de mundo; que de la impotencia de un decir gastado se forjan nuevas expresiones; que del martilleo de una misma imagen brota la obsesión de lo cotidiano con su dosis de poesía alienante. Y, en eso radica justamente el valor de La Tara. Amparo Urdinola Uribe
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