Los Bean viven enfrente, al otro lado del paso a nivel. Los ves a diario desde el amplio ventanal del salón. Son horteras y chabacanos, tienen pinta de cromañones y nunca van a la iglesia. Son ciento y la madre. Se reproducen como moscas. Huelen fuerte. Su jardín está sembrado de zarzas, neumáticos, radiadores, correas de ventilador, bidones, gallinas, perros y críos grandes y chepudos como osos que juegan a hacer agujeros en la tierra. Lo que ocurre dentro de esa casa prefabricada es un misterio. En verano ondean sus cortinas de plástico y, de vez en cuando, se escuchan gruñidos sobre el chisporroteo de una televisión mal sintonizada. «Lo que esos Bean son capaces de hacerle a una niña tan pequeña como tú haría llorar a un hombre hecho y derecho», dice tu padre. Tu padre te lo ha repetido una y mil veces: «Son predadores. Si corre, un Bean le pegará un tiro. Si cae, un Bean se lo comerá». Pero tú no puedes evitar husmear, sueñas con ser abatida y devorada por uno de ellos.
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