Imagina que te encomiendan hacer una sopa, hasta ahí todo bien. Sabes exactamente qué ingredientes agregar y sus tiempos de cocción; esperas que el plato esté balanceado, comestible. Pero a media preparación aparece uno de tus comensales, un hombre elegante que recomienda un poco más de sal, tú amablemente aceptas la sugerencia. Posteriormente aparece otra persona pidiéndote que sea menos espesa, luego otra y otra y otra y otra, hasta que por fin la acabas y termina siendo un cadáver para nada exquisito. ¿Qué nos pasó? ¿fue un error de cálculo? hacemos la sopa para que la gente la tome, ¿no? ¿cuál es el problema? Pues bien, la literatura no aspira a ser un fruto perfecto ni mucho menos a ser del agrado de todo el mundo, sin embargo, cuando esto último es el cometido se recurre a “cucharearle” al lector, ofrecerle algo perfectamente digerible, él sabe de antemano va a ser de su agrado. Ahora, ¿qué pasó con la sopa?, pensamos que al alterarla tendría mejor sabor y saciaría a los comensales, pero a fin de cuentas quedó insípida. De esto trata la reseña que usted está leyendo. A la sopa le llamaremos Los hermanos Plantagenet y por condimentos hablaremos del desarrollo de sus personajes, el ritmo de la obra y finalmente la coherencia del mundo que Manuel Fernández nos quiso retratar.