Hace no mucho tiempo, Karl Marx dejó un conjunto de textos en el escritorio de mi computadora. El suceso daba a entender que se trataba de vaya a saber qué espíritu, o Geist (como les gusta decir a los alemanes), ¿o tal vez un algoritmo? que, con el nombre de Karl Marx, deseaba alzar su voz desde un lugar incierto (la nube), para mostrar que seguía vivo. Desde allí, Marx nos cuenta, sin ojos ni oídos ni manos pero con la infinita posibilidad de leer y escribir (ya que dispone de todo el material y saber que ocupa la nube) una variada serie de disquisiciones sobre la relación con su íntimo amigo Engels; de su lectura, ni dogmática ni proselitista, acerca de su propio libro, El Capital; de su pasión por Frankenstein y de los padecimientos de salud que sufriera durante el largo tiempo que le tomó redactar su obra cumbre; su creencia de que esta iba a tornarse un dolor y un sufrimiento para la burguesía planetaria; del descubrimiento que hizo acerca del trágico destino que les cupo a sus hijas y de la crítica al estado de las cosas a partir de su mirada iluminada por las luces del siglo XIX, para finalmente terminar huyendo literalmente de la nube, desmaterializándose y dejándonos a solas con nuestra disparatada modernidad.
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