Bajo el influjo de verdades explosivas, sin el menor descuido, cada razón poética de este libro está marcada por la contundencia y espesura del pensamiento de su autora. Ante una aparente ausencia de disyuntiva, el paroxismo de los versos revive en carne ajena la intensidad del dolor que, durante y después de la lectura, seguirá gravitando en nosotros con su calada cercanía. Mataremos al hijo es una tesis atroz y, a la vez, balsámica. La propia violencia anulando toda la violencia. Su clave para el tránsito se halla en el exergo al primer poema («¡dulce vida lorine!»), diálogo lírico abierto a la obra de L. Niedecker: las flores más que devorar el agua, se volverán agua, propuesta filosófica que retoma el vaciado de emociones, el retorno al instante primigenio de nuestras vidas en beneficio del estado de armonía que reclama el espíritu en circunstancias extremas.
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