A más de diez años de la muerte de Rufo Caballero, uno puede leer sus argumentaciones y darse cuenta de cuán proteica fue su personalidad creativa, observada como un compuesto de lucidez emocional, sagacidad analítica y comunicabilidad movilizadora. Si algo, además del cine, sirve para unificar los textos que conforman Nadie es perfecto, tendríamos que pensar de inmediato en la limpieza –de la mirada, del juicio, del entusiasmo– con que Rufo Caballero se aproxima a la formidable tentación de compartir la experiencia de lo bello, de lo singular y de lo que, en el territorio del arte, puede resultar conmovedor.