La escena estaba tan inmóvil como la muerte. No había viento suficiente para levantar los pálidos vapores que se cernían sobre los prados. Ninguna brisa bondadosa se acercaba a las pobres hojas marrones, amontonadas en el borde del camino, y las llevaba a huecos tranquilos donde pudieran tener un entierro decente. Mejor la lluvia y la tempestad que una calma tan lúgubre como ésta; y mejor el rugido y el traqueteo del tren que el pesado trote de los caballos del transportista y el estruendo de su vagón.
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