El brutal asesinato de un niño es motivo suficiente para sacar del letargo a un pueblo con la violencia naturalizada. Ante la falta de respuestas, todos tienen sus sospechas sobre el caso, sacan conjeturas y la mayoría apunta a enemigos comunes. Pero en Kimil nada es lo que parece. Buscar respuestas significa toparse con otras igualmente crueles. En esta historia, el protagonista principal no es uno de los personajes, sino el lugar de los hechos: un pueblo despojado, no del todo ficticio, difícil de ubicar en el tiempo. Con un lenguaje descarnado, directo, sin mimetismo populista y alejado de cualquier gesto moralizante, el autor compone una representación maldita del interior de su provincia natal, sacando a la luz contradicciones estructurales y marcando la delgada línea que hay entre persona y bestia.