Soplan nuevos vientos y, otra vez, Roberto Santoro se eleva, atento al piolín, cabeceando alto. Vuelven los poemas tristes y los rebeldes, los de amor y dolor, esperanza y alegría. Todos ellos componen a un artista cuya pena duró lo que duró la búsqueda. Pero que siempre, como un puente tendido, fue en camino de las relaciones: de la solidaridad, de la libertad positiva. En suma, de todo aquello que constituye la felicidad de un militante. Porque no es el poeta de lo popular, sino el de la lucha, porque su obra no es una reivindicación del tango, ni del fútbol, sino de una bellísima puesta en palabras del recorrido vital que experimenta todo aquel que se reafirma revolucionario. Aquel poeta que siempre estuvo volcado hacia los toros, que siempre fue plural, que nunca declinó ante el solipsismo, encontró la alegría. Y echó a volar a sus poemas. Supo expresar aquellas luchas en las que andaba y las que hoy tenemos por delante. Su vida-obra es el pasado que heredamos. Sus últimos pasos serán los primeros de las nuevas generaciones, que no nacerán vírgenes, afortunadamente. Tendrán detrás una historia de la que aprender. En ella, Santoro, el preceptor, sigue cumpliendo su tarea.
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