Una algarabía infernal despertó a Joaquín Vallejo mucho antes de que los gallos anunciaran el amanecer. Era un alboroto de hombres, perros y caballos que enredaba el sueño con la realidad porque brotaba de las grietas de su alma adormilada, de los laberintos somnolientos de su mente y del desorden en la plaza. Su padre le había dicho una y mil veces que, escuchara lo que escuchara, jamás debía asomarse a la ventana. Su advertencia tenía siempre los mismos argumentos: la historia de la mujer de Lot, cuya desobediencia la volvió sal; y el relato sobre la expulsión del paraíso de la primera pareja sobre la Tierra por comerse una prohibida y jugosa manzana
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